domingo, 22 de febrero de 2009

El martillo

Ya no podía soportarlo más. Llevaba días y días tratando de escapar, de esconderse. Lo mismo subía al monte más alto hasta sentir que el viento helado le cortaba el rostro, como se metía en lo más profundo de una húmeda cueva donde se sentía como un niño en el útero materno. Había pasado tardes en casa, con las cortinas echadas, para no ver a nadie y que nadie la viera, y había frecuentado los pubs nocturnos de moda con sus mejores galas, donde todos la miraban por su resplandor.
Había callado sus penas y tormentos, y los había detallado a todo el que se había cruzado en su camino. Había ignorado las imágenes que acudían a su cabeza y las había estudiado minuciosamente.
Pero todo había sido inútil. El pasado, cual telaraña húmeda, sucia y constante, la acompañaba allá donde fuera y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Su corazón se encogía de congoja cuando en los momentos más inesperados volvía a sonar en su cabeza una voz, aparecían ante la vista de su memoria unos ojos, rememoraba su piel el tacto de otra piel...

Aquella tarde, tuvo una nueva idea, algo que no había intentado aún. Cogió la primera herramienta que encontró y la miró fijamente. Un martillo viejo, con el mango de madera, pero lo suficientemente firme como para poder ayudarla. Agarrándolo con las dos manos, descargó un fuerte golpe sobre su propia cabeza. Lo último que vio fueron algunas gotas de sangre salpicando el suelo frente a ella.

Mientras tanto, el sol, para no ver aquella escena, aquel intento inútil de olvidar, se ocultaba tras las montañas echado en un suave manto de luz rosada.

lunes, 16 de febrero de 2009

Un nido ocupado

Camino descalza por un suelo pedregoso, pero apenas siento las heridas que los filos de las piedras hacen en las blancas plantas de mis pies porque estoy demasiado ocupada intentando evitar los picotazos de los buitres que pululan a mi alrededor, esperando a que caiga desfallecida.
Llevo tanto tiempo evitándolos que ya se ha convertido en una costumbre el agitar constantemente las manos para que sus grotescos picos no se enreden en mis cabellos. En el pasado los recibí con amabilidad, pensando que me comprenderían, pero sólo me sirvió para que tomasen confianza y ahora no me los quito de encima.
Elevo la mirada y entre sus oscuras y sucias alas vislumbro un águila inmensa, hermosa, elegante, que parada sobre el pico de una montaña mira al horizonte ajena al revoloteo de los buitres bajo el que me encuentro. ¿Qué tal sería cambiar a los buitres por aquel águila silencioso y bello? Junto a ella, veo un nido bien acomodado, limpio, que recoge los fríos vientos que peinan la montaña. Una sonrisa aparece en mi rostro y mis ojos se iluminan por primera vez en mucho tiempo. ¡Cuán confortable ha de ser acurrucarse en ese nido y ser cubierta por esas alas inmensas, enormes!
Llego hasta el pie de la montaña sin prestar atención a los buitres, que me siguen acosando con sus picos sucios y bastos. Apoyo las puntas de mis dedos en la piedra para tratar de escalar hacia el nido pero cuando elevo la mirada una vez más, veo que el nido está ocupado por un ave hermosa. El águila se gira hacia ella y frotan sus picos con cariño. Es obvio que no hay sitio para mí.
Me alejo de la montaña y sigo mi camino, mientras los buitres, satisfechos por mi derrota y mi decepción, continúan molestándose y enredándose en mis cabellos.